Una tarde en Cadaqués, un pueblo blanco de la Costa Brava
Situado en el lado de levante del Parque Natural del Cabo de Creus, Cadaqués, el núcleo urbano más oriental de la península ibérica, es famoso por ser uno de los pueblos con más encanto de toda la Costa Brava.
Tras un viaje de cerca de una hora por una carretera de
montaña llena de curvas, hemos llegado al pueblo
más bonito del mundo, según Salvador Dalí, para dedicar una tarde a
recorrer sus calles y pasear por sus riberas. Lo primero que hacemos, sin
embargo, es buscar un sitio en la playa.
Desde la playa grande (lo es, para ser de Cadaqués) en el
fondo de la bahía, podemos disfrutar de una amplia panorámica de la localidad,
desde la punta de Es Baluard a nuestra derecha hacia la de Sa Costa a la
izquierda.
Después de un refrescante baño, ya con ánimos de reanudar la
marcha, nos dirigimos hacia la zona norte del paseo marítimo.
La silueta inconfundible de la iglesia de Santa María,
construida entre los siglos XVI y XVII, destaca por encima de las blanquísimas casas
que se extienden a lo largo de la orilla.
Pero lo que realmente nos llama la atención es la casa que
tenemos justo al lado, probablemente la más espectacular de Cadaqués.
Esta mansión es conocida como Casa Blaua, o también Casa
Serinyana, por el apellido de su primer propietario, y no es una sorpresa
enterarse de que es una casa de indiano.
A principios del siglo XX, algunos cadaquenses que habían
emigrado a América y regresado ricos, edificaron en su villa natal elegantes viviendas.
Esta, obra del arquitecto Salvador Sellés y Baró, se construyó en el año 1913.
Fue también a principios del siglo XX cuando numerosos
artistas y escritores visitaron Cadaqués en busca de inspiración. Uno de ellos
fue un joven Pablo Picasso, que en el verano de 1910 se alojó en una casa del
paseo marítimo. Lo recuerda la placa que encontramos por casualidad en el
exterior de una tienda de artesanía.
Unos metros más adelante, el paseo (la riba, como se llama aquí) discurre ante la pequeña playa de Es
Poal, tan diminuta como encantadora. Nos detenemos un rato frente a ella,
aunque en esta ocasión sólo para mirar.
Muy cerca, tras otra playa igualmente diminuta y no menos encantadora,
en este caso la de Es Pianc, se inicia una cuesta arriba y la línea de costa se
vuelve rocosa.
El resto del camino hasta la punta de Sa Costa nos va regalando
preciosas vistas de Cadaqués, enmarcado por los montes de Pení y Bufadors.
El hecho de que Cadaqués se encuentre rodeado de montañas (ya
sabemos que se localiza en el extremo oriental del macizo del Cabo de Creus)
hace que por tierra resulte bastante inaccesible (lo hemos comprobado en el
viaje hasta aquí), por lo que no es de extrañar que durante siglos haya
permanecido prácticamente aislado del interior.
A causa de este prolongado aislamiento, el catalán que se
habla aquí es diferente al del resto de Cataluña. Es el denominado salat, que a los de fuera, a pesar de no
ser expertos, nos suena más parecido al balear.
Tras desandar el camino, nos dirigimos hacia el sur y, después
de doblar la punta de Es Baluard, llegamos a la playa de Port d’Alguer para
darnos un último baño antes de explorar el casco antiguo.
Refrescadas y revitalizadas de nuevo, nos perdemos por el
laberinto de calles estrechas y empinadas que conforman el casco histórico.
Algunas de ellas todavía conservan el pavimento tradicional, el rastell, elaborado con guijarros
recogidos de la orilla del mar y dispuestos en forma de espiga.
Una muralla de la que apenas quedan restos rodeaba
antiguamente el casco histórico. Se hacía necesaria para protegerse de los
continuos ataques de los piratas. De hecho, se sabe que en el año 1543 el
temido Barbarroja saqueó el pueblo y quemó la iglesia.
En la actualidad solo se respira paz. Los turistas paseamos
tranquilamente, atraídos por las tiendas de artesanía y los restaurantes, y en
el camino vamos descubriendo calles recogidas y rincones encantadores.
Abunda también el arte urbano. Terminamos convirtiendo en un juego la búsqueda de tapas de cuadros eléctricos bellamente decoradas.
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