Viena: un paseo los jardines de Schönbrunn
El célebre palacio de Schönbrunn, en la ciudad de Viena, no tiene pérdida si se llega en metro. La estación, cuyo nombre ya es muy indicativo (Schönbrunn, por supuesto), pertenece a la línea 4 y se encuentra justo enfrente.
Pero una opción igual de válida, o más, si se va a empezar por los jardines, es esperar y bajarse en la siguiente, Hietzing. Es lo que hacen las familias que vienen a pasar el día al zoo, ubicado en los terrenos del palacio. Y también los que nos interesamos por los trabajos de Otto Wagner (1841-1918).
La huella de este arquitecto ya se aprecia por toda la línea del metro, pero aquí en Hietzing es mucho más evidente. En efecto, Wagner fue el responsable del Hofpavillon (1899), adyacente a la estación. El edificio (pequeño visto desde fuera, lujoso y confortable por dentro) se creó para uso exclusivo del emperador Francisco José, que así disponía de entrada privada a la red de transporte. Solo llegó a utilizarlo en dos ocasiones, por lo que podemos afirmar que no se amortizó precisamente. Ahora es distinto (en cuanto a rentabilidad), porque está abierto, previo pago, a todos los visitantes (obviamente, el acceso a las vías desde el pabellón nos está vetado).
Nada mejor que dejarse guiar por las familias que van al zoo para llegar con confianza hasta la entrada más cercana a los jardines de Schönbrunn. Una vez dentro, nuestros caminos no se separarán hasta dejar atrás la Palmenhaus (casa de las palmeras). Este enorme invernadero, el más grande del mundo en el momento de su construcción (1882), fue un encargo del emperador Francisco José.
La Palmenhaus es solo el principio. Incluso dejando de lado el zoo, Schönbrunn nos ofrece más de un kilómetro cuadrado de verdor, un auténtico laberinto de avenidas y recovecos en el que es una tentación perderse. La sensación de extravío, sin embargo, dura lo que uno quiere, porque tarde o temprano se da con el gran parterre que divide los jardines en dos, extendiéndose como una alfombra hasta el palacio (buen punto de referencia para recuperar el sentido de la orientación).
Los jardines a la francesa de Schönbrunn se diseñaron a partir de 1695. Su autor (el primero de unos cuantos, en todo caso) fue Jean Trehet. Enterarse de que había sido discípulo de André Le Nôtre (el creador de los jardines de Versalles) es una revelación que ayuda a esta diletante a explicarse algunas similitudes.
El centro geográfico del parque (metro más, metro menos) está al final del gran parterre, en el extremo opuesto al palacio. Aquí se alza la gran fuente de Neptuno, construida entre 1776-1780 por orden de la emperatriz María Teresa (que vivió lo justo para verla terminada, ya que falleció el mismo año de 1780).
El arquitecto Johann Ferdinand Hetzendorf von Hohenberg (me encanta el sonido de ese nombre) fue el responsable del diseño. De las esculturas se hizo cargo el taller de Wilhelm Beyer.
El dios Neptuno no se inmuta demasiado mientras escucha los ruegos de la ninfa Tetis, que teme por la vida de su hijo Aquiles (este va a partir a la conquista de Troya y ya sabemos cómo acaba). En torno a ellos, un poco más abajo, se desarrolla la parte más amena: la danza de tritones con sus caballos marinos.
Por detrás de la fuente de Neptuno el terreno asciende en suave pendiente. Unos senderos en zigzag facilitan la subida hasta la cima, que está coronada por la glorieta (1775).
Johann Ferdinand Hetzendorf von Hohenberg (otra vez el nombre, qué bien) diseñó esta galería porticada (un encargo más de la emperatriz María Teresa) a la manera de arco triunfal.
Con la construcción de la glorieta se dotó a Schönbrunn de un mirador monumental, al tiempo que desde el palacio mismo se mejoraban las vistas con un remate digno de todo el conjunto.
En el siglo XIX, la parte central de la glorieta se utilizó como comedor (no hay por qué tener envidia, ahora es una cafetería).
Efectivamente, la glorieta es un magnífico mirador. Hacia el norte, colina abajo, se obtiene una buena vista de los jardines, el palacio y la ciudad de Viena al fondo.
Y creo que lo supe en algún momento pero me había olvidado, porque el descubrimiento me pilla por sorpresa: hacia el oeste, difuminada por la distancia, se divisa la Kirche am Steinhof. La preciosa iglesia (1907) es obra de Otto Wagner, el mismo del pabellón imperial en la línea del metro de hace un rato.
En la época de la construcción de la glorieta y la fuente de Neptuno también se rediseñó el resto del parque y se llenó de las estatuas y fuentes ornamentales que nos vamos encontrando. El proyecto se dejó en manos de Johann Ferdinand Hetzendorf von Hohenberg (cómo suena ese nombre, esto ya es puro vicio), que contó con la colaboración del taller de Wilhelm Beyer.
Dos grandes fuentes dignas de parque temático compiten entre sí por llamar la atención. Están en la parte oriental de los jardines y su autor (es la última vez, lo prometo) fue Johann Ferdinand Hetzendorf von Hohenberg.
La fuente del obelisco (1777) tiene jeroglíficos sobre la historia de la dinastía de los Habsburgo, desde sus inicios hasta María Teresa. Nosotros, que nos creemos tan listos, decimos que eso no son jeroglíficos, no porque sepamos algo del tema, sino porque tenemos el dato de que Champollion, el de la piedra de Rosetta, ni siquiera había nacido entonces.
En la fuente de las ruinas romanas (1778), que son artificiales, por supuesto, se representa el encuentro de los ríos Danubio y Enns, personificados en dos divinidades.
Y en el paseo aún descubro otra cosa de la que ya no me acordaba. Se lo agradezco a la asustada Eurídice, porque me fijo en ella y detrás veo asomar el templete en cuyo interior está el manantial que dio nombre a Schönbrunn (que quiere decir hermosa fuente). En fin, esto no es España. Si lo fuera, podríamos estar de visita en los jardines y el palacio de Buenafuente.
Dejamos para el final la visita al interior del palacio, cuyas salas se mantienen con todo el esplendor de sus mejores tiempos. Y yo, que no soy muy fan del rococó, tengo que reconocer que salgo impresionada.
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